miércoles, 26 de diciembre de 2012

Capítulo IV: Purificación espiritual

La noche hacía tiempo ya que había caído, y la luna lo iluminaba todo, dando al paisaje un aspecto alargado, fantasmagórico y plateado. La paz del momento era total: los gritos de los borrachos de la zona del Puerto Oeste habían remitido, y en los puestos de guardia, los soldados se acurrucaban en sus capas para entrar en calor y mantenerse despiertos por el bien de su patria y de su propio pellejo.

Sin embargo, a unos kilómetros de allí, las cosas eran diferentes. En los muros de la mansión de Gers, los guardias roncaban como benditos. Todos, a excepción de Reidhart. Era un veterano soldado, de unos 45 años ya, que había luchado en innumerables batallas en todos los lugares posibles del mundo. Hacía diez años que el destino había juntado su camino con el señor de Gers. Él había sido uno de los primeros en desembarcar junto al entonces joven sargento. Su ímpetu y coraje le inspiraban y le reconfortaban enormemente; mientras hubiera hombres como aquel, la patria jamás se rendiría.

Y por eso se mantenía en guardia. Siempre alerta, no como esos holgazanes bisoños, cuya único objetivo era la paga. Masculló una maldición entre dientes. Esos jóvenes reclutas no servían al país por los que el había derramado tanta sangre. Por eso, con un gran enfado, se dirigió al puesto de guardia más cercano al suyo, en el que un joven de unos 20 años llamado Ulvick, dormía acurrucado en su petate.

Reidhart comenzó a patearlo con excesiva violencia y esfuerzo, increpándole:

-¡Despierta, holgazán! ¿Te paga nuestro señor para dormir, o para hacer guardia? Yo no te veo muy por la labor de velar por la vida de alguien. Maldito seas, ¡levanta de una vez!

-¿Para qué tanto jaleo?-intentó defenderse el joven, sobresaltado, e intentando incorporarse.-Nunca han atacado al General, y dudo que comiencen esta noche...Sería demasiad...

Las palabras murieron en sus labios. Ante esto, el viejo Reidhart se aproximó para despertarlo del todo:

-¿Por qué demonios no te has levantado ya? ¡Contesta!-dijo, aproximándose a Ulvick.

Volvió a golpear su cuerpo, esta vez sin respuesta. El guerrero acercó un candil y descubrió que del pecho del joven guardia sobresalía una flecha, y un enorme reguero de sangre manaba de él. Ulvick intentaba hablar, pero de sus labios no salía palabra alguna. El rostro de Reidhart se contrajó en una mueca de sorpresa e intentó alzar la voz para alertar a sus durmientes compañeros del peligro inminente del asalto.

Pero, de repente, sintió un frío desgarrador. Un frío que le había acompañado en largas jornadas de sufrimiento y agonía sin fin. Bajó la mirada, y comprobó que, de su pecho, sobresalía una espada. Su portador sonreía a su espalda, con su rostro oculto con una capucha. Antes de deshacerse de él, le susurro al oído:

-Muerte a los expoliadores y a los opresores. Vais a pagar con vuestra sangre los crímenes que habeis perpetrado. Pero tú ya no lo verás. Tienes suerte. No podrás comprobar como asesinaremos a cada niño y haremos sufrir a tu familia. Da gracias a tus dioses.

Y dicho esto, sacó su espada y el cuerpo de Reidhart cayó al suelo, formando un círculo de sangre. Su vista comenzó a nublarse, y sintió como su asesino le pateaba, justo como él había hecho con aquel recluta momentos antes. En sus últimos instantes, no escuchó nada. Solo el silencio y la paz. Por fin dejaba el odio. Estaba, al fin, más allá...

Hachid prosiguió su camino a través del muro que acababa de asaltar. La primera fase del plan había sido completada con éxito. Infiltrarse en los muros de la casa del General de Gers no iba a ser, sin embargo, la tarea más difícil a la que se iba a enfrentar aquella noche. Cogió el candil que unos instantes antes había sujetado su víctima y lo agitó en la noche.

Pronto, sus compañeros Mastad y Darsul se reunieron con él en su posición. Se habían deshecho de los guardias de los muros. Ahora debía abrir las puertas que daban acceso a la mansión. Sin demasiado esfuerzo, consiguieron levantar los barrotes que formaban las verjas de acceso a la casa del general. De entre las sombras surgieron Alij y Fathid, montados en dos grandes caballos, que cargaban con grandes alforjas a cada costado.

Continuaron su paseo hasta la puerta de acceso al edificio. Hachid sacó su cuchillo y, tras un ligero forcejeo, consiguió abrir la puerta. La estancia se abría enormemente ante sus ojos: un gran techo abovedado sobre su cabeza, de unos 10 metros de altura, dejó atónitos a los presentes. Frente a ellos, una enorme escalera caracoleaba y dividía la casa en dos alas.

-Comenzaremos por aquí. Gastad lo necesario, y daos prisa. No tenemos mucho tiempo. Solo faltan un par de horas para el amanecer.-ordenó Hachid

Sus compañeros comenzaron con el trabajo dado: de las alforjas de sus caballos extrajeron dos barriles de aceite, que comenzaron a esparcir por toda la estancia. Subieron por las escaleras. Rociaron las paredes y todos los rincones de la casa, empleándose con esmero y esfuerzo.

A Hachid le había tocado el ala Este. Con urgencia, retiraba los lienzos de las paredes y los colocaba en el centro del pasillo, con el objetivo de ahorrar en aceite. Sus ruidos despertaron a Lena, que se levantó y salió de su habitación.

Con gran temor, comprobó como aquel intruso colocaba un cuadro de su bisabuelo en el suelo, y que giraba   su mirada hacia ella que, paralizada por el horror, no podía mover ni un músculo.

Por la mente de Hachid pasó un torrente de emociones y pensamientos. Debía matar a esa niña, o revelaría su posición. Eso podía comprometer el futuro de aquella expedición, y el suyo propio.

Pero el rostro inocente de aquella joven...No podía hacer eso. "La libertad sirve para hacer a alguien más justo, no para convertirlo en una bestia sin juicio". Por mucho que estuviera dispuesto a sacrificar por su libertad y por la de su Pueblo, matar así...Lo había prometido ante el cadáver de aquel guardia, pero el remordimiento le atenazaba ahora...

Finalmente, se decidió. Avanzó rápidamente hacia la niña, y poniéndole una mano en la boca, la atrajo hacia sí y le susurró:

-Niña, no quiero matarte, ni a tu familia, por mucho que la odie. Avisa a tus padres y sal de esta casa cuanto antes. Si no lo haces, no los volverás a ver con vida. ¿Me has entendido?

La niña afirmó con la cabeza, y salió disparada hacia la habitación de sus padres, para avisarles de la desgracia que se cernía.

Hachid ladeó la cabeza, intentando despejarse. No cabía duda. Aquellos ojos que le perseguían en sus peores pesadillas desde hacía 10 años eran esos mismos que, unos instantes antes, le habían mirado con miedo y pavor. "Curioso" pensó "las vueltas que da la vida"...El general había mancillado su hogar, su patria. Ahora la suya ardería bajo un nuevo sol, el sol de la libertad...

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El General Janick de Gers contemplaba, junto a su familia, desde una colina cercana, como su casa se calcinaba lentamente. Las lenguas de fuego se relamían contra el edificio, que ardía y se debatía contra las llamas.Un hondo pesar se abatía contra la familia del general que, pesumbroso, observaba como la casa que tanto había tardado en construir, se derrumbaba bajo el fuego.

Suerte habían tenido de que la pequeña Lena estuviera despierta cuando el fuego comenzó, y les hubiera dado tiempo a desalojar el domicilio. Su mansión había caído, pero su espíritu no. Y volvería a edificarla en el mismo emplazamiento, como símbolo de su tesón.

Desde la vía, vio como 6 jinetes se alejaban de su casa, en dirección a las montañas. Eran ellos, sin duda alguna. Un soldado cercano le preguntó:

-Mi señor, ¿les seguimos?

El general dudó por un instante, pero finalmente respondió:

-Déjales que disfruten de su falsa victoria. Permite que se regodeen en su triunfo ficticio. Esta guerra solo ha empezado, y no tienen posibilidades de ganar. Por ahora, que vivan. Que vivan y disfruten de haberme dejado sin hogar. Pronto serán ellos quienes no lo tengan. Ahora, escoltad a mi familia a la ciudad. Allí nos alojaremos por el momento.

El soldado asintió, y le acercó un caballo a de Gers. Este contempló una última vez como su casa se consumía y, raudo y veloz, emprendió el camino hacia la ciudad. El sol comenzaba a despuntar. Sin embargo, el nuevo día solo traía muerte y desilusión para el general y los suyos. Y trabajo. Mucho trabajo.


domingo, 16 de diciembre de 2012

Capítulo III: Sombras de Ilusión

Los tímidos rayos del Sol pronto comenzaron a ganar la partida a aquellas densas formaciones nubosas y, perezosamente, se fueron adueñando de la tarde otoñal. El frío y la humedad seguían siendo los actores principales de aquella escena, pero cada vez más diluidos por la acción del astro rey, que iluminaba las lúgubres calles y casas de la ciudad.

En las afueras, más allá de las grandes murallas de piedra y mármol, se habían construido diversas fincas, amplias casas de campo, propiedad de las familias más acomodadas. En una de ellas, sobre una parcela en la que crecían olivos almendros, naranjos y pinos, se asentaba la casa de Lena.

Era una chica de unos 9 años, de tez muy blanca. Sus ojos eran azules violáceos, y resplandecían con inocencia bajo la luz de la mañana. Su melena crecía desordenada en grandes rizos dorados, que se enredaban entre las ramas de los árboles del campo, donde jugaba despreocupada de los terrores del mundo.

Su madre la observaba desde el balcón que, desde su habitación, se abría y dejaba ver el mar en la lejanía. Solía contemplar muy a menudo al horizonte infinito, y a la inmensidad del océano. Pensar en su hogar allende los mares, otro lugar en el que preferiría estar, le reconfortaba. Pensaba que, si había podido amar la casa en la que se crió y en la que creció, podría amar también a la que acogería el nacimiento y crecimiento de su hija y su hijo.Sin embargo, no podía dejar de odiar aquella tierra, a su padre. Al hombre con el que estaba casada.

Todo había sido por un interés político: su padre perdía credibilidad ante el populacho por sus medidas financieras, y el poderoso general tenía prestigio militar, y una ambición política ilimitada. A su padre se le daba la oportunidad de lavar su imagen pública, y al militar, la llave para obtener poder.

Contempló el camino que, sinuoso, se dibujaba hasta la ciudad. A lo lejos se apreciaba la desdibujada silueta de una docena de jinetes, que avanzaban al trote en dirección a la casa. Sin lugar a dudas, era él.

Janick de Gers bajó del caballo, al igual que el resto de su escolta. Estos se dirigieron a los establos, y el general se encaminó a su habitación. Había sido un día muy duro. Diversos grupos rebeldes habían emprendido acciones violentas contra sus fuerzas: asaltos a patrullas urbanas, barricadas en zonas de la ciudad...Pero lo peor había sido el robo del Cuartel, lugar en el que se concentraba gran parte del armamento del ejército. Los gastos que estaban suponiendo estas acciones eran enormes, y las tropas comenzaban a estar molestas y a cuestionar las órdenes. Y eso no se podía permitir.

A lo lejos, vio a su hija, jugando entre los pinos de la fina. Hacía allí se dirigió. Su hija le divisó, y de un salto, se abalanzó sobre él, derribándole entre risas. En ese momento, Janick comprendió que había cosas más importantes que la patria por las que luchar. Su hija era una de ellas. Y su hijo. Pero...¿dónde estaba?

De repente, desde lo alto de un árbol, el joven Wilhelm se lanzó y cayó sobre su padre, que se había levantado y volvió a caer. Era un muchacho de 8 años, de cara redondeada y ojos grises, que recordaban a los ojos gélidos de su padre. Su pelo corto, de color castaño claro, se mecía con el frío viento.

-¿Qué tal ha ido el día padre?-preguntó Lena, llena de curiosidad.

Su padre sabía que sus hijos no estaban preparados para aceptar la realidad de la historia, de la ocupación del territorio. No podían verlo desde sus ojos. Para él era todo sencillo: la Patria los había enviado a esa tierra por honor, no por ambición. Tampoco comprenderían el por qué del odio, ni de la muerte. No podía decirles que muchas de las personas con las que podían haber tenido contacto, guardias de la casa, asesores de su padre,... no volverían a aparecer. No podía, al menos por el momento.

-Bien, hijos míos, algo cansado. Ha sido un día bastante duro, de los que no se olvidan fácilmente. Es tarde ya, debéis ir a la cama. Nos os preocupéis, los pinos seguirán aquí mañana-añadió ante el gesto desilusionado de sus hijos.

Sus hijos obedecieron, y tras abrazar a su padre, subieron perezosamente los escalones que dirigían a la casa. Lleno de orgullo, el general de 30 años observó como sus hijos entraban en su hogar, el único que habían conocido. Se detuvo otro instante para pensar en ello. Su valor patriótico seguía estando allí, pero ya no era la fuerza que le impulsaba a luchar. Su familia, y su derecho por vivir en paz y tranquilidad. Esa era su nueva fuerza motriz.

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En lo alto de las montañas que rodeaban la ciudad, se había reunido un grupo de fuerzas rebeldes. Hachid oteaba el horizonte, observando aquellas grandes mansiones que se alzaban en los campos que antaño fueron de los campesinos, de los que trabajaban la tierra. Los invasores las habían expropiado, y distribuido entre grandes magnates. Era otra de las razones por las que se rebelaban, no solo por su cultura, si no por su supervivencia económica.

En ese momento, los líderes del movimiento revolucionario planteaban diversas estrategias: incendiar el puerto, proseguir con los ataques a las patrullas urbanas...Pronto, Hachid, sin levantar la mirada del horizonte, alzó la voz:

-Compañeros, tengo un plan. Si sale bien, los invasores no volverán a mancillar esta tierra con su presencia.

Y acto seguido, comenzó a relatar los detalles. Todos asintieron, satisfechos de la nueva misión que debían cumplir. Deseaban acabar con esta guerra cuanto antes, y aquella manera parecía sencilla y eficaz. Muchos vieron la paz más cerca. Un nuevo futuro, sin violencia. Una nueva vida tranquila

jueves, 13 de diciembre de 2012

Capítulo II: La luz renace

Las nubes cubrían la totalidad del cielo, con su multitud de tonalidades. Grises, negros y blancos, unidos en una sinfonía de colores y olores. La humedad y el viento eran los protagonistas en aquella mañana otoñal, fría y oscura. La luz apenas se filtraba entre los inmensos nubarrones, y la escasa iluminación de las calles daba a la ciudad un aspecto tétrico y macabro, posible escenario de las mayores atrocidades posibles.

Entre la oscuridad y el frío, una patrulla urbana iniciaba su marcha, saliendo desde el cuartel, situado cerca de la plaza central, junto al edificio en el que se reunía la Asamblea de los Ilustres, nombre que recibía el órgano responsable del gobierno de aquella ciudad. Al frente iba un joven sargento, de nombre Heirick, que se había alistado dos años antes, en busca de un mayor porvenir del que tenía en su tierra natal, desolada por una reciente guerra contra un país vecino. La vida le había sonreído: la vida en aquella nueva ciudad era placentera para los metropolitanos, un paraíso con poco trabajo y una gran calidad de vida. Lo único que perturbaba el orden eran las incursiones de los rebeldes, que estorbaban la acción de aquellos que traían el orden a aquella región inhóspita y salvaje.

Si, así era. Antes su llegada, los habitantes de aquella tierra eran poco más que salvajes incivilizados, que poco conocían de las estructuras y de la organización de una sociedad. Eran bárbaros, y para eso ellos había llegado a esa tierra. Para darles un gobierno digno, y apartarles del gobierno de la ignorancia y de la sinrazón. Él confiaba en estos ideales, si bien no había participado en la conquista de aquella plaza, diez años antes, las historias que contaban los ex-combatientes de aquella tierra daban esa visión de atraso.

Doblaron la esquina y se encaminaron al Barrio de la Sal. Esa era otra muestra de la civilización: antes de su llegada, las zonas de la ciudad no tenían nombre; fueron ellos los que organizaron la ciudad por barrios y distritos.

El Barrio de la Sal se extendía en paralelo al puerto, y recibía su nombre por las grandes acumulaciones de sal que se hallaban junto a las playas. Se trataba de un barrio muy abierto al mar, lugar en el que se localizaban la mayoría de gremios de navegantes. Por ello, era uno de los más abiertos y de los menos conflictivos para los soldados: sus anchas calles, bien iluminadas, además de un ambiente más comercial, dado al intercambio, y más preocupado del bien de los negocios que de la libertad del pueblo oprimido, hacían de él uno de los barrios en los que los soldados se sentían como en la propia metrópolis.

Avanzaron por la avenida principal, una calle en la que abundaban los comercios pequeños, y los mercaderes daban voces para atraer a los posibles compradores que empezaban a llegar. Al llegar a la mitad de aquella transitada vía, giraron a la derecha, camino al Barrio del Acero. En este punto, un escalofrío recorrió la espalda de Heirick. Esta parte de la ciudad era una de las más conflictivas. Se trataba de un barrio edificado en una ligera colina, en la que se encontraban las grandes fraguas y herrerías de la ciudad. Se trataba de un barrio más popular, más cerrado que el de la Sal, y en el que los soldados tenían que intervenir con bastante frecuencia. En una ocasión, se había llegado al extremo de quemar una porción del mismo, reduciendo las zonas con más callejuelas, para que así fuese más fácil para las tropas realizasen su tarea más cómodamente.

Sin embargo, esto solo había acrecentado el odio entre los habitantes de aquella zona y los ocupantes. A sus ojos, habían cometido un crimen gravisimo. Y debían pagar el precio de su osadía.

El miedo y el temor se leía en los rostros de aquellos soldados. El propio Heirick estaba intranquilo, pero mantenía la compostura ante sus hombres. Debían acabar su misión cuanto antes. Aquellas callejuelas, esas casas... Le daban muy mala espina...

Hachid no lo dudo un segundo más. Descargó con toda su fuerza aquella presión que atenazaba al arco, y la flecha salió disparada, en dirección a uno de aquellos opresores. Se clavó justo en el hombro de uno de ellos, que se retorció de dolor y cayó al suelo. Antes de que el resto de la patrulla tuviera tiempo de reaccionar, cargó otra flecha y disparó. Esta vez, el dardo se clavó en el pecho de otro soldado, que se derrumbó fulminado.

Desde otras partes de aquella calle comenzaron a volar las flechas. Los soldados hacían todo lo posible por cubrirse, pero pronto, la lluvia de dardos les hizo retroceder para poder salvar el pellejo.

Hachid dejó el arco, y desenvainó su espada. Rápidamente avanzó a través de su escondite, y mostrando su portentosa figura, una sombra en la oscuridad, fútil y letal, que se abalanzaba sobre sus enemigos con ferocidad y rabia. A uno de ellos le atravesó con gran elegancia, y tras desembarazarse de ese cadáver, saltó y golpeó a otro con tal fuerza que, al impactar su espada contra el costado de aquel hombre, se escuchó un chasquido, y un reguero de sangre comenzó a manar. Le había atravesado el estómago. Su muerte sería lenta y dolorosa, tal como el sufrimiento de su pueblo. Sin embargo, un rastro de humanidad cruzó su mente, y con un grácil movimiento, le cercenó la cabeza.

Aquella patrulla había sido aniquilada. El grupo de rebeldes salió de sus respectivos escondites. Eran 5, contando a Hachid: Mastad, Alij, Fathid y Darsul. Inspeccionaron los cadáveres. Era una patrulla de 10 hombres, todos ellos elegantemente vestidos y pertrechados, armados con finas espadas y equipados con brillantes armaduras de acero.

Hachid se acercó al primer abatido, el que parecía ser el jefe de aquella patrulla. Estaba tirado en el suelo, boca abajo. Solo había recibido el flechazo en el hombro, herida grave, pero no mortal. Le dio la vuelta. En efecto, respiraba. Tenía los ojos abiertos, y su respiración era entrecortada y ranqueante, pero seguía consciente. Le costaba hablar, pero consiguió articular unas palabras cargadas de odio:

-¡Malditos perros rebeldes! ¡Sois escoria! Pronto, limpiaremos todo este territorio de la basura como vosotros, y todo el mundo admirará la gloria de la pat...

No llegó a completar la frase. Antes de eso, Hachid le había alejado su espada en el cráneo, acabando con la vida de Heirick de inmediato. Acto seguido, susurró al oído del sargento caído:

-Esto es solo el comienzo de algo mucho más grande, invasor. Luchamos por la verdad y por nuestros derechos, causas más justas que vuestra ambición y codicia. Puede que nosotros fracasemos, pero vosotros no podréis luchar eternamente contra la voluntad de un pueblo que ansia su libertad.- Se incorporó, y bramó al cielo, oscuro y nublado de su patria.-Escuchad todos, invasores. Vuestro tiempo aquí está contado. La hora de nuestra liberación se ha hecho de esperar, pero no nos volveréis a someter. Juro, por mi vida, que no descansaré hasta ver a todos los invasores fuera de esta tierra. Y cumpliré esta promesa. Que los dioses me escuchen.

De entre las nubes, al fin, un rayo de luz consiguió filtrarse entre la oscuridad y la frondosa espesura de las nubes. La venganza comenzaba ya, iluminada por un nuevo día, una luz que no les abandonaría, pues era la luz de su patria. La luz de la libertad.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Interludio: La larga noche comienza

Tras el desembarco y la rápida toma de la ciudad, las cosas cambiaron drásticamente. El poder ostentado hasta el momento por el Concejo Ciudadano fue declarado ilegal, sus instituciones prohibidas y sus líderes perseguidos. En contra, se estableció un régimen transitorio, de carácter militar, dividido entre los dos principales líderes del ejército invasor.

Las medidas que tomaron preveían que la ocupación no sería pasajera: se imponía el uso de la lengua de los invasores, las leyes que regían dicha zona ya no servían y toda propiedad debía ser redistribuida. Se inició una llamada general a la colonización por parte de la metrópoli, y en pocos años, ya se había asentado una importante minoría en la ciudad de personas metropolitanas, que poseían todos los derechos de explotación de tierras y propiedad de las mismas

Janick de Gers era el encargado de que las medidas aprobadas por la Asamblea, nuevo nombre de las instituciones públicas, se cumplieran. Sin embargo, su desobediencia le costó un juicio militar, en el que se le acusó de insubordinación y de traición a la patria. No obstante, los resultados del proceso fueron claramente favorables: se le ascendía a Comandante, y se le encomendaba una nueva misión en las selvas del Oriente.

Tras esta campaña de 2 años, de la que regresó victorioso, se le concedió el rango de General y el mando militar de la ciudad. Tras esto, se asentó finalmente, adquiriendo enormes extensiones de tierra, se casó con la hija de un importante ministro de la metrópoli y pronto tuvo una hija.

La vida era placentera para los conquistadores. Habían conseguido recrear una ilusión de lo que era su patria, un nuevo oasis en la otra orilla del mar. Las oportunidades y el bienestar llamaban cada día a multitud de metropolitanos, que se asentaban en los nuevos territorios en los que se les garantizaban propiedades y una forma de ganarse la vida, un progreso que tal vez se les veía privado en la propia metrópolis que tanto amaban.

Sin embargo, el horizonte no era igual para toda la población. Los indígenas vieron recortados sus derechos y su cultura, y su implicación en política, aun siendo mayoría  era inexistente. Los antiguos magistrados fueron desalojados de sus funciones, y los líderes fueron perseguidos y juzgados. Si se les acusaba de un delito de traición a la patria, se los ejecutaba en la plaza principal. Muchos fueron los que decidieron esconderse en las montañas y formar grupos de guerrilla, hostigando en cualquier momento a las fuerzas de ocupación.

Hachid vivía estos momentos con miedo. No podía olvidar los ojos henchidos de furia de aquel soldado que le abofeteó. Los extranjeros le provocaban una mezcla de sensaciones. asco, temor, curiosidad,... Pero el odio era el que predominaba, sobre todo después de la expropiación que el nuevo gobierno había llevado a cabo con las escasas propiedades de su padre, un pequeño magistrado. Su familia se veía por lo tanto en una situación muy delicada; eran tiempos duros y el robo se convirtió en la única manera de conseguir comida.

Pasados unos 10 años de aquel fatídico día, la situación era tranquila, pero tensa. Los grupos de guerrilla cada vez eran más numerosos, y recibían más apoyo de una población que estaba harta de las imposiciones, restricciones y políticas represivas del General De Gers, Hachid se unió a uno de estos grupos, los llamados Linces del Desierto, uno de los más exaltados defensores de la patria perdida.

Los colonos respondían a estas actividades con medidas extremas: quemaban barrios enteros de mayoría indígena, recrudecían sus leyes discriminatorias. Incluso llegaron a deportar a aquel que se sublevase contra su poder.

Diez años después de que la noche comenzase, los rayos del sol comenzaban a brillar. Solo faltaba una chispa que encendiese la llama de la revolución. Y esa chispa saltó.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Capítulo I: Vientos Nuevos


El aire soplaba desde el norte, lento y cadencioso, como una canción de cuna, suave y helado, reconfortante, al fin y al cabo, comparado con el viento del sur, seco y cálido, que azotaba durante los meses de verano. No se intuía tormenta, pero el mar se alzaba bravo e impetuoso. En el ambiente ya se predecían los cambios típicos del invierno, en los que las noches parecían eternas y los días cortos y laboriosos.

Hachid admiraba el mar desde lo alto de la montaña. Era un chico de 7 años, de tez morena y pelo castaño. Sus ojos verdes refulgían con la llegada de la mañana y hacían intuir una gran fuerza y energía interior.

A su corta edad, era el encargado de llevar el ganado familiar, consistente en una docena de cabras, que pastaban por los montes cercanos a la ciudad. Para ello, tenía que despertarse cuando la oscuridad era más completa y conducir a su rebaño cerca de las cumbres, en las zonas de pasto que el Concejo Ciudadano había asignado a su padre.

Finalmente, cuando las primeras luces del alba comenzaban a alumbrar por el este, señalando la zona del puerto, decidió que había llegado la hora de volver a casa. Cogió su silbato, se lo llevó a los labios, y reunió al disperso grupo junto a él.

Justo cuando se encaminaba por el sendero de vuelta, alzó una última vez la vista hacia el mar en dirección este, hacia el Sol. Pudo ver que se aproximaba un grupo de barcos con banderas extrañas. No le preocupó, porque la ciudad era muy activa, y siempre se veían barcos de todos los confines del mundo, cargados con toda clase de mercancías exóticas.

En ese instante, no podía comprender como iba a cambiar su vida desde aquel mismo instante. A tan solo unos kilómetros, en esos barcos, cargados de soldados, la intención era otra. No iban a comerciar. Su misión era muy distinta.

Janick De Gers estaba en una de esas naves. Era el segundo hijo de un noble que, ante una herencia que favoreció a su hermano mayor, decidió alistarse en el ejército, para alcanzar gloria y honor en el campo de batalla, y tras su carrera militar, establecerse como propietario en algún territorio de reciente conquista. Llevaba el pelo ondulado, por los hombros, del color del trigo, símbolo de su alta cuna. Era alto y bien formado, con unos penetrantes ojos claros, de un tono grisáceo que le daban un aire ciertamente intimidante.

En su formación de 5 años en la Academia Militar, había llegado al rango de Sargento, y ansiaba ser el General más joven de su país. Por ello, cuando por los cuarteles se escucharon los primeros rumores de una posible expedición de conquista al otro lado del mar, fue el primero en personarse y enrolarse. Su ansia de aventuras no conocía límites, e iba pareja de cierto grado de audacia que rozaba la temeridad.

Desde proa, ya vislumbraba el panorama de la ciudad. Sus órdenes eran claras: asegurar una posición y aguardar a la llegada de refuerzos. Los puestos de desembarco estaban cerca del puerto, en una playa interior, en la que la inexistencia de defensas y la posibilidad de tomar por sorpresa toda la ciudad la hacían el lugar propicio.

Pudo advertir que la ciudad todavía dormía, y que, aunque le costase una grave reprimenda, sus órdenes eran erróneas. Si conseguían desembarcar rápidamente y extender su dominio por la ciudad, esta cedería al poco tiempo...

Por ello, indicó al capitán del barco que acelerase la marcha, y volviendo la mirada hacia sus compañeros de armas, dijo:

-Soldados, habéis salido de vuestros hogares sin nada. Nuestra patria, antaño poderosa y honorable, se encuentra en la peor situación posible. Somos sus salvadores. Nuestra gesta no quedará en balde si hoy triunfamos. Por ello, os pido que luchéis por vuestro pasado y por vuestro futuro, y que no tengáis reparo alguno en esta jornada. Los héroes de la patria están exentos de toda responsabilidad...Por ello, os digo, que sois afortunados por vivir este momento, porque os encontráis en puertas del momento más importante desde hace décadas...¡Morid hoy por vuestra patria, y seréis recordados por siempre!

Tras esto, y al tocar tierra, desenvainó su espada, y seguido por sus compañeros, se lanzó al asalto de su nueva patria...

Desde la nave capitana, el Alto Mando veía esta maniobra escandalizado. El Comandante , máximo responsable de la acción, envió otro grupo para disuadir a De Gers que, inflamado en su locura patriótica, había lanzado a sus hombres a una muerte segura.

Sin embargo, esta patrulla se unió a los patriotas. Este grupo reducido pronto se diseminó por toda la ciudad, sorprendentemente desierta. Solo tuvieron un breve enfrentamiento con una guardia urbana, que tras una breve refriega, se rindió al perder la mitad de sus efectivos.

De Gers avanzaba orgulloso de si mismo, con la espada ensangrentada y la sonrisa del vencedor en los labios. Al llegar a una calle estrecha, cercana al edificio del Concejo, su mirada se cruzó con la de un chiquillo de unos 7 años, bajo y endeble, cuyos ojos verdes observaban el paso de los invasores con pasmo y terror. El joven teniente se acercó a él, alejándose de su grupo, y con gran fuerza, le propinó una bofetada:

-¿Se puede saber que haces aquí?

-Voy de camino a mi casa- respondió Hachid. Su rostro se contraía por el miedo y el dolor.-¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?-inquirió el chico con temor.

-Aquí ahora mandamos nosotros. Acostúmbrate chico, a partir de ahora, las cosas serán diferentes- zanjó el orgulloso militar, que volvió con su grupo. Antes de incorporarse, giró la cabeza y añadió.-Vuelve a casa chico. No quiero matarte hoy.

Y así, como ya se predecía, nuevos vientos venían del norte. Vientos duros y que, con total seguridad, anunciaban tormenta.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Información!

Si, esta entrada es más que nada informativa...Poca gente se mete a este blog, lo sé. Y en parte, me gusta que sea así...Considero que mis facultades como arquitecto de palabras son bastante exiguas, y que cada día que pasa más lo demuestro en este rincón pequeño y apartado, un recodo dentro de la enormidad de la interconexión global que es Internet. Pero bueno, este pequeño Edén mío y de quien se pase por aquí se parece cada vez más a lo que yo tenía pensado...Mi música, un fondo de pantalla que me encanta (por si alguien aún no lo sabe, es Vancouver) y novedades...

Algunos de los que invierten su tiempo leyendo estas líneas saben que un servidor, tiempo ha, escribía "relatos"...Pequeñas historias, todas ellas inacabadas y ocultas, oscuras y mágicas...Y bueno, hoy he tenido un momento de lucidez en el que, tras mucho tiempo, se me ha clarificado mínimamente el cerebro y, gracias a Clío, se me ha ocurrido una nueva historia, algo nuevo que contar...

Llevaba tiempo pensando en hacer algo así en el blog, nuevas aventuras, nuevos caminos que emprender, nuevos horizontes...Pero no se me ocurría ninguna idea que mereciese la pena...Esta parece ser medianamente interesante, y creo que se le puede sacar algo de jugo, así que, ante vosotros, queridos lectores, este es el anuncio del inicio de otro viaje...

No sé cuando acabará, ni tengo claro como...Pero si alguien se atreve a iniciarlo conmigo, estaré feliz de contar mis historias una vez más...

PD: Os remito a dos canciones de la lista..."Mordred's Song" de Blind Guardian y "Redención" de Warcry...Mientras escribía esto las escuchaba, así podéis imaginar lo que pasa por mi mente mientras escribo...

domingo, 18 de noviembre de 2012

Pasión

Parece que este blog ya está tomando forma...He añadido (no sin dificultad) una pequeña y breve lista de canciones que me animan, que me inspiran y que me acompañan casi siempre. Está bastante incompleta, todo hay que decirlo...Pero poco a poco añadiré más y más canciones y mi biblioteca musical personal...

Y en parte, escribo por eso. Mientras escribo estas líneas, suena "King of Fools" de Edguy..."We don't wanna be like you"...No sé por que extraña razón, pero es una de esas canciones que me hace saltar del asiento, que enciende una llama en mi, que hace que toda la polución de la ciudad sea mínima, y que vivir en un remanso de paz, en un Edén metafísico y etéreo sea posible...

Lo he dicho más de una vez, la música es mi droga...Me sale cara, a veces, pero no me quejo. Es gratificante tener algo en que refugiarse, sentirse vivo, y poder vibrar con cada acorde, con cada melodía que escucho. Ahora mismo, con "Denak az de balio", de Berri Txarrak, llevo un subidón encima que me ayuda a creer que todo es posible...Lo dicho, mi mundo se crea y se transforma a través de la música, de su dulce cadencia y de toda la atmósfera que la rodea. Sin ella, no sería lo que soy.

Abro un interrogante...¿Os imagináis que no escuchaseis lo que a día de hoy escucháis? Yo, sinceramente, me lo he preguntado, me quedo con lo que escucho, la verdad.